Partimos de Islamabad hacia la Karakorum Highway el día 20 de Enero, a media noche y en un minibús. ¡Una sola parada en toda la noche para ir al baño! Cuando comenzaba a clarear el día, a unos 100 kilómetros de Chilaas, llegamos al checkpoint policial a partir del cuál tendríamos que viajar escoltados. Así sucede en esta zona. Los sunitas literalmete matan a pedradas y tiros a los chiitas en estos pueblos, y el ambiente no resulta precisamente ‘amigable’ para los extranjeros. Es por eso por lo que el gobierno paquistaní tiene en marcha este servicio de escolta para todos aquellos camiones, autobuses y vehículos particulares que pretenden completar este tramo de la autopista que lleva al Karakorum. Lo cierto es que Chilaas y sus habitantes tienen muy mala fama entre los paquistaníes de otros valles: “Viven como salvajes. No quieren estudiar, no quieren trabajar, se pasan el día hablando sentados sobre las piedras”. Los miembros que nos acompañan (los escaladores Ali ‘Sadpara’ y Muhammad Kan, el guía Hassan y el cocinero Mozil) proceden de Baltistan, son también musulmanes claro, pero chiitas, de modo que en reiteradas ocasiones ha sido víctima de los ataques protagonizados por los “locos” de Chilaas. Para nosotros, desde fuera, tratar de comprender este coflicto interno es cuando menos complicado, pero accedemos a tener en cuenta las recomendaciones que nos hacen: “Actuad con discreción, cuidad vuestra forma de vestir y no saquéis fotos sin su consentimiento, ¡menos aún a las mujeres!”
Precisamente fue Chilaas donde nos reunimos, al fin, con Ali y Muhammad Kan, compañeros de expedición y amigos; nos estaban esperando en el hotel. ¡Qué alegría volver a vernos! Pasamos dos días y dos noches allí, puesto que desde allí era desde donde teníamos que gestionar todo lo referente a cargas y porteadores, y porque también allí tocaba arreglar el tema burocrático (¡y policial!): visita al delegado de turismo, y visita al oficial de policía. Y es que desde que en verano de 2013 mataran a 11 personas en el campo base del Nanga Parbat (finalmente parece ser que responsabilizan del ataque a 15 locales), practicamente ningún grupo de trekking ni expedición ha regresado a este valle de Diamir hasta ahora, de manera que han determinado destinar a cuatro agentes a acompañarnos durante dos meses. Tuvimos 48 horas para ir solucionando todos estos temas desde Chilaas, y la verdad es que no teníamos ninguna intención de encerrarnos en el hotel. Procuramos salir a la calle y establecer un mínimo contacto con los locales: comprar algo de fruta, visita al barbero, tomarse un té… la respuesta fue reconfortante. Al final, es todo cuestión de tiempo. Sentados frente al río Indus, disfrutando del paisaje, fueron los propios vecinos de Chilaas los que, poco a poco, se fueron acercando, algunos con cara de sorpresa, la mayoría repletos de dudas y preguntas. Su mirada es oscura y dejan crecer sus barbas casi hasta el pecho (sinceramente, encajan a la perfección con el talibán estereotípico que tan asimilado tenemos en Occidente). Por de pronto, gracias a esta experiencia, muchos de los prejuicios que traíamos hacia los sunitas han quedado atrás pero, sin embargo, se ha visto reforzado todo lo que habíamos leído y escuchado respecto al trato hacia las mujeres: viven prácticamente recluídas en casa, apenas salen a la calle para lavar las ropas, siempre cubiertas y en grupo.
En cualquier caso, el principal recuerdo que en esta ocasión nos llevamos de Chilaas fue la monumental descomposición que todavía nos acompaña. Ni uno ni dos; al menos cuatro miembros del grupo pasamos la noche en el baño… y así tuvimos que emprender nuevamente la marcha, habiendo perdido gran parte de las reservas que traíamos de casa.
El 23 de Enero, por lo tanto, esta vez en jeep, partimos hacia una aldea llamada Diamarow. ¡Vaya ruta! ¡Terrorífica! El jeep ocupaba todo el ancho de la pista que trazaba Zetas cerradísimas a medida que ganábamos altura. El rostro sereno del piloto transmitía tranquilidad y seguridad, pero no vamos a negar que el avismo que se asomaba a nuestra izquierda resultaba cuando menos inquietante. Así, tras cruzar un último puente de madera enclenque, llegamos a Diamarow, desde donde emprendimos la marcha a pie bajo la atenta mirada de los porteadores locales y demás vecinos. Unas cinco horas cuesta arriba, hasta llegar a Zaweri. Nos sorprendió lo peligroso del sendero que, completamente helado, hizo temblar a más de un agente de policía: sin calzado adecuado, estuvieron a punto de despeñarse en más de una ocasión. ¡Tardaré en olvidar el terror en sus caras! Aquella noche dormimos en la escuela financiada por Messner en Zaweri, y comtemplamos por primera vez, aunque escondido entre las nubes, el Nanga Parbat, maravilloso.
A la mañana siguiente, de nuevo hacia arriba, otras cinco horas hasta Cutgali. El frío no perdona y a lo largo de esta marcha de aproximación nos ha vuelto a sorprender la fuerza y capacidad de sufrimiento que demuestran los porteadores locales. Sin ropas ni calzados adecuados para el frío y la nieve cargan a sus espaldas 25 kilos durante tres jornadas a cambio de 8.000 rupias (unos 70 euros). Eso sí es valor.
Tampoco dejaremos jamás de sorprendernos con la belleza de estos valles inóspitos .